correcciones de todo tipo

cuando la flor echa sus luces, tiemblo

sábado, 6 de febrero de 2010

Un romanticismo corregido, de Anne-Marie Amiot

El romanticismo desborda, de acuerdo con la evidencia, el lugar de escuela artística, donde se le ha confinado, durante muchos años, en los manuales escolares que, paradójicamente, le han asegurado la gloria. Debido a la difusión limitada pero intensa de ciertos poemas estudiados sobre todo con el corazón, las escuelas han hecho del romanticismo un actor del inconsciente colectivo, un referente cultural obligado, sustrato no dicho de toda la experiencia literaria durante la primera mitad del siglo XX. El poeta romántico simboliza entonces al “Poeta”, tanto como la poesía romántica simboliza “El Poema”. Pero toda gloria tiene su reverso: únicamente percibido en sus innovaciones más escandalosas, el romanticismo se reduce poco a poco a una caricatura de sus aspiraciones. En breve, se vuelve entonces sinónimo de sensiblería pasada de moda, de impulsos pasionales, rimas en poemas interminables pero llenos de imágenes sublimes, así como versos indelebles, jamás sellados en la memoria.
Camus comparte con su generación esta visión angosta y despreciativa del romanticismo. Aun si él tenía cierto cariño por “El Lago”, casi no estima a los románticos. Ellos son “artistas desgarvados”, muy verborreosos: “Incluso cuando gritan, como Vigny, o quieran callarse, su silencio es estruendoso” (H. R. 75). Estos poetas románticos son los impostores a quienes Calígula hace “comer sus tablas” (C. IV, 2). “Words, words…” La charla romántica es mentira, lo que contradice su aspiración de, siempre, exigir vacío y silencio: “Una gran acción, una gran obra, la meditación viril exigían en otro tiempo la soledad de las armas y la del convento. Eran las armas del espíritu” (E. 109). Logorrea elegiaquica, meditación de la medianía, la poesía romántica es un pecado contra el espíritu que lleva dentro de sí el rechazo en conjunto del romanticismo al cual se le asimila.
Ahora bien, se trata de una manifestación del todo más amplia. Dirigida en contra del romanticismo cientificista del siglo XVIII, el romanticismo es esencialmente un movimiento europeo de renacimiento y de resurgimiento universal del sentimiento religioso. Del mismo modo, se restauran los fundamentos teológicos del dios judeocristiano, centro de la cultura occidental, confrontándolos –y tomándolos prestados- de otras religiones, venidas de Oriente. Sucintamente, se puede considerar al romanticismo como una filosofía de la totalidad, fundada sobre la doctrina tradicional de las correspondencias, que renueva por la integración del sensualismo del siglo XVIII, creador de la estética. En este sentido el romanticismo es el lugar de un debate teológico-filosófico que, de una u otra manera, confiere la totalidad del campo literario desde donde determina las opciones, la temática pero, sobre todo, la naturaleza.
En efecto, el romanticismo consagra la estética como rama de la filosofía. El arte se encuentra así elevado a un medio de conocimiento, en el mismo nivel que el discurso racional. Aspecto de acuerdo con sus fuentes germánicas, difundidas por Madame de Staël, quien hereda tanto a Nerval como Hugo o Baudelaire. Pues es en Iena, alrededor de los hermanos Schlegel, quienes se reúnen, en la coyuntura de dos siglos, filósofos y poetas. Parecidos sus esfuerzos, definieron esta nueva filosofía del arte, confundida con el arte mismo: el romanticismo.
Desde entonces, mezclando misticismo y sensualismo, la filosofía romántica alemana desarrolla obligadamente una estética (Hegel, Schlegel), si no es que se reduce totalmente a ella, como en Schopenhauer o Nietzsche, mientras que el arte, bajo el concepto antiguo de “Poesía”, se definía, desde ahora, como búsqueda de la verdad trascendental, pero igualmente como “manera de ser en el mundo”. En el Salon de 1846, Baudelaire definía así el romanticismo: “no está ni en la elección de los sujetos, ni en la verdad exacta, sino en la manera de sentir”.
La poesía se vuelve asunto de interés filosófico y de la moral. El romanticismo funda entonces la estética como existencialismo filosófico, inaugurando una práctica de arte ético, aún viva en el dadaísmo y los surrealistas, o en Albert Camus: “El arte es su moral” y el artista se convierte en “modelo” (H. R. 75).
Que se me perdone esta pesada exposición que sugiere, más que explica, el concepto de romanticismo, cuya complejidad condiciona las relaciones que los artistas tienen con él. Sirve esto para el caso de Camus: apareciendo por todos lados en su obra, el romanticismo es por tanto objeto de una doble y virulenta condena: ideológica y literaria.

UNA POSICIÓN CRÍTICA
Se conocen las páginas de El hombre rebelde en donde, aún inscritos dentro de la tradición prometeica de la revuelta, los románticos atraen los rayos de la crítica camusiana. Ellos son “gente de letras” (67) donde la “revuelta luciferina no servirá verdaderamente más que para aventuras de la imaginación” (67). La burla continúa: “frenéticos” o héroes de melodrama, “la revuelta [romántica] escoge la metafísica de lo peor” (71), producto del fatalismo engendrado por el satanismo. Y como “un dolor tan continuo autoriza todos los excesos”, “la revuelta se toma entonces algunas ventajas” (70). Escoge, pero sobre todo se pone en, el papel de víctima. “Su imagen no es sobre todo la del revolucionario, sino, lógicamente, la del dandi” (71) quien “se crea él mismo por medios estéticos”. Brevemente, hermano del dandi “golfo”, ya rechazado por Hegel, incapaz de aceptar las condiciones de la vida, el dandi, según Camus, es un impostor en perpetua representación de las “vanas parodias” (73) del dolor que crea y juzga frente de su espejo.
Ciertamente, Baudelaire resulta “el teórico más profundo del dandismo [que ha] dado fórmulas definitivas a una de las conclusiones de la revuelta romántica” (74). Pero Camus los calla, pues el dandi baudelariano, evidentemente, “es” un ser de dolor. Más grave aún es la asimilación insidiosa del romántico al dandi, lo que justifica una máxima generalizadora: “Más que el culto del individuo, el romanticismo inaugura el culto al personaje” (72). Definido como egotista del “parecer”, el romántico, incluso revolucionario, borra entonces al otro. Ignora el: “Me rebelo, entonces somos”. CQFD.
Es verdad que Camus escribe la historia de la revuelta, no la del romanticismo. Pero, ¿es oportuno prohibir arbitrariamente los matices y concluir: “Es por esto que la herencia del romanticismo no está en Hugo, par de Francia, sino en Baudelaire y Lacenaire, poetas del crimen”? Discutible, incluso si “Hugo-ombligo” actúa por su hinchazón, la generación de Camus lo haya enviado al purgatorio. Es olvidar la revuelta humana más que metafísica de este poeta, sus combates revolucionarios, 1830, 1848, 1851, su exilio, su defensa de los comunistas. Es olvidar las luchas legislativas del par de Francia, llevando a la Cámara sus escritos contra la esclavitud, la pena de muerte, la injusticia social y la miseria. Proscrito del capítulo de los poetas en rebelión o revolucionarios, el autor de Los Miserables lo es del mismo modo del de “Novela y Rebelión”.
De otro modo, de manera general, gracias al sofisma de la identificación del romanticismo con el dandismo, el estancamiento sobre la acción revolucionaria, strictu sensu, de los románticos franceses es total. Ciertamente, según Camus: “La rebelión libera poco a poco el mundo del parecer por el de hacer donde ella se va a comprometer del todo” (75). Pero él atribuye la gloria a los “estudiantes franceses de 1830”, después a los “decembristas rusos”. La acción, en los textos de los poetas románticos, fuera de “Trois Glorieuses”, su combate sobre las barricadas de 1848, pasan al olvido, como su intensa reflexión entre 1830 y 1848 sobre el sansimonismo, las teorías socialistas, utopistas, Proudhon o Lamennais. En cuanto al compromiso total de los románticos en la revolución de 1848, a su participación en un gobierno republicano provisorio en el siglo de Lamartine, no es la cuestión. No es una crítica, sino un descuartizamiento. El lector se pregunta sobre las motivaciones de Camus.

UNA NEGATIVA IDEOLÓGICA
Ciertamente, existen pocas “afinidades electivas” entre Camus y Hugo. Ciertamente, el romanticismo revolucionario es aún mal conocido en 1950. Pero tanta parcialidad y virulencia muestran una toma de partido pasional más que alguna objetividad crítica. Manifiestamente Camus presenta un rechazo visceral hacia ese “opio del pueblo” que representa el romanticismo. Pues, religiosa, su ideología se impone subrepticiamente, detrás de sus velos [vuelos] líricos, un credo cultural místico, fundado sobre un recurso a lo divino, en donde la revuelta satánica no es sino un su otro lado. Para un romántico, la apuesta por Dios –o la trascendencia- es la única respuesta posible al enigma de la creación. La naturaleza, los árboles, las aves, los ríos, cantan sobre todo su gloria. Para quien sabe escuchar, se vuelve lugar de Ensimismamientos, de Meditaciones, de Contemplaciones, e incluso, de “revelaciones”. El poeta, entonces, entra en comunicación con lo divino, con lo “supra-natural”. Entiende la voz de Dios y se vuelve su “profeta” o su “Mago”, listo para guiar a las personas en nombre de un “Nuevo Evangelio”. Nace un sacerdote, poético, de ese mesianismo generalizado que entretiene a la humanidad en su esperanza de un más allá bienaventurado, fin definitivo del sufrimiento humano, Paraíso recobrado en las beatitudes eternas: “Es la muerte que consuela, ¡ay!, y la que hace vivir”.
La revuelta romántica puede entonces así terminar en un “Te Deum”. Gloriosa mentira que pide el silencio de Dios. Entre el Diablo y el Buen Dios, el romanticismo no deja lugar a la libertad del hombre, orillado a la imprecación, a la adoración o al elogio de la desesperación.
Inaceptable para Camus. Desde 1937, su religión está hecha para no variar [ne varietur]. Dios no existe. El primer texto de L’Envers et l’endroit, muestra a una anciana, “liberada de todo, salvo de Dios, librada del todo a este último mal” (20). Sus insomnios no son sino un “frente a frente decepcionante con Dios”. Para conjurar la angustia de la muerte y de la soledad, “Dios no le servía para nada”. Descansa finalmente “en lo negro”, en todos los sentidos del término. Primer personaje del mundo camusiano, esta anciana es el prototipo de todos los que, después, vivieron la “Espera de Dios”.
Ahora bien, para Camus, la “Edad teológica” está definitivamente caduca: no sólo el Dios cristiano, sino “el Gran Pan está muerto”. Desaparición de los dioses, y con ellos del panteísmo, del pitagorimso confeso (Hugo, Nerval) o difuso (Lamartine) de los románticos, pero también el antropomorfismo en sus relaciones con la naturaleza, diosa, madre, amante, confidente, etc. Alternativa maternal de Dios, el Padre, es amor y resto, entre todos, aun cuando el cielo está vacío y mudo, la Gran Consoladora: “Llora en su seno que ella te abre siempre”, recomienda el poeta.

LA TENTACIÓN DE UN ROMANTICISMO NIETZSCHEANO
Nietzsche rehace esta concepción idílica de la naturaleza, hipostasiándola. Su nihilismo lleva a Camus a una filosofía de la renuncia a la revuelta, que es conscientemente en el mundo: “Hay un dios, en efecto, que es el mundo. Para participar de su divinidad, hace falta decir sí” (H. R. 98). Camus cita, comentando, las palabras de Nietzsche: “Decir sí al mundo, repetirlo, es a la vez recrear el mundo y a uno mismo, es convertirse en gran artista, el creador”. Mensaje deliberado para Camus, desde El mito de Sísifo.
Sin embargo, el mundo del que se trata no es más el cielo, reino de los olimpos sino el del Dios cristiano, reputado como eternos. Es el mundo transitorio de la tierra, divino sin ser inmortal, reino de Dionisos. Este último “aúlla eternamente en el desmembramiento. Pero representa al mismo tiempo esta belleza conmovedora que coincide con el dolor. Aceptar a Dionisos es decir sí a sus sufrimientos” (98). Es el precio por pagar para “reinar sobre todo”, en “su reino”. Pues, sola, la tierra “grave y sufriente” es verdadera. Sola, ella es la divinidad. “Lectura nietzscheana donde se testimonia la conversión de Bodas: “¡La tierra! En este gran templo desierto de dioses, todos mis ídolos tienen pies de arcilla” (N. 70).
Desterrando la efusión dialogada en el seno de la naturaleza, Nietzsche propone “al hombre de abismarse en el cosmos para encontrar su verdad eterna y convertirse él mismo en Dionisos” (h. R. 99). Experiencia de “Viento de Djemila” (N. 25):

…perdí consciencia del diseño que trazaba mi cuerpo. Como el guijarro bañado por los mares, estaba pulido por el viento, hasta el alma. Era un poco de esta fuerza según la cual floto, después menos, después ella, en fin, confundía los latidos de mi sangre y las grandes copas sonoras de su corazón siempre presente en la naturaleza.

Ningún romántico ha descrito tal fusión, una tal disolución del yo en elemento mineral. Ahora bien, el hiperromanticismo de “este acuerdo con la tierra”, filosóficamente “consagra el acuerdo del amor y la revuelta”. Cumplimiento del gran sueño de armonía romántica: la unidad encontrada en los contrarios. Noces no es sino variaciones sobre un tema nietzscheano, recibido por Camus en la relativa euforia que fue la de Calígula y que queda en la de Escipión (C. 14).

EL RECHAZO DE LA ILUSIÓN DIONISIACA
Este regreso al seno del universo da a la muerte un sentido cósmico, en el sentido oriental, de cumplimiento de la naturaleza humana. Por tanto, ella conduce a la aceptación, incluso al deseo de muerte, como lo hacía la promesa del paraíso. La muerte deja entonces de ser un escándalo. Ella sería la “Muerte feliz”. Lo que demuestra la experiencia: la muerte es nada. La de Drusilla da un poco de fuego de furor a Calígula, quien denuncia la ilusión dionisiaca, llevando a su fin su lógica nihilista: si la “nada” es la sola verdad perceptible para el hombre, hace falta, en consecuencia, asesinar a las personas para hacerlas feliz: “Es esto, ser feliz. Es la felicidad” (C. IV, 13). Pues suicidarse, para “encontrar este gran vacío donde el corazón se apiada” (C. IV, 14). Tentación de nada universal en la cual Calígula enuncia su quiebra final: “No he tomado la vía que hacía falta, no llego a nada”.
¿Calígula, personaje en el paroxismo del romanticismo oscuro, cruel y desesperado, del cual Escipión ofrece su rostro blanco? Quizá. Pues, en su forma nietzscheana, el nihilismo es un callejón sin salida que cierra la revuelta del dandi, contra la cual se levanta Camus. En esta obra, se desliga de Nietzsche, último filósofo romántico, que apuesta por la certeza, pero no “la luna”, sino la certeza misma (H. R. 99). Embuste metafísico.
El mito de Sísifo trata de nuevo el problema eminentemente romántico del suicidio, pero excluye la solución dionisiaca extrema, la preconizada por Sileno en El nacimiento de la tragedia, en provecho de un pensamiento del “tercer incluido”. Camus se siente tentado “entre Sí y No”, incluso si la tentación suprema de “nadificarse” continúa royendo al moderno “Prometeo en los infiernos” (E. 106):

“¡No ser nada!” Durante milenios, este gran grito ha levantado a millones de hombres en revuelta en contra del deseo y el dolor. Sus ecos vienen hasta el morir […] Bien entendido, es un poco en vano. La nada no se toma más que como el absoluto (E. 107).

En Camus, la revuelta romántica se acaba en su contrario, un consentimiento con el “instinto profundo del hombre que no es ni el destrucción ni el de creación. Se trata solamente de no parecerse a nada” (E. 106). La Naturaleza es el alfa y omega del hombre, el lugar donde se renace al morir uno. Para renacer le hace falta, en los lugares desérticos, vivir el embotamiento de la piedra, ceder al sueño del espíritu, que enseñan los mitos: “Son las tinieblas de Eurídice y el sueño de Isis. Aquí, en los desiertos, es donde el pensamiento se recupera” (E. 106). Camus reitera, generalizando, el precepto inaugural de “Viento en Djemila”: “Hay lugares donde muere el espíritu para que nazca una verdad que es su negación misma” (N. 23).
Camus, entonces, filosóficamente, “se da a la tierra”, en lo que ella tiene de más mineral. Casamiento que sella un “destino de piedra” (E. 107), sin relación con el papel devuelto a la “inmortal Naturaleza” por los románticos franceses. Aquí, la esposa, como Brunilda, es una valquiria mortal. Hölderlin lo reconoce expresamente:

Y abiertamente consagré mi corazón a la tierra grave y sufriente, y repetidamente, en la noche sagrada, prometí amarla fielmente hasta la muerte […] y de no despreciar ninguno de sus enigmas. Así, me uní a ella en un lazo mortal (H. R. Epig.)

En este epígrafe de El hombre rebelde se ajusta el de El verano: en este homenaje apoyado y constante a uno de los más grandes poetas del romanticismo alemán, Camus se sitúa entonces, tanto poética como filosóficamente, en su filiación directa. Honor que él no da al romanticismo francés: “Humano, demasiado humano”, muy sentimental y, filosóficamente, demasiado antropomórfico. Camus no se reconoce en Vigny, revolucionario, solitario y fraternal, apóstol del “Espíritu puro, Rey del Mundo”, que el poeta castiga y tira al mar para la “juventud postrera”. La divisa de su “religión de la Humanidad” es sin embargo “Solitaria, solidaria”, la misma de Jonás, en El exilio y el reino, quien propone la alternativa confusa: “…pero no sabía si leer solitario o solidario” (E. R. 139).
En efecto, la postura no es la misma. Camus rechaza el idealismo futurista y utópico del romanticismo social, aun el de las botellas al mar, que apuesta sobre el tiempo y da a la historia el destino del hombre, sustituyendo a la creencia de Dios por el de la humanidad, tan abstracta, falaz y peligrosa para el individuo, como las religiones, las filosofías de la historia del siglo XIX traicionan al hombre. Tanto Nietzsche como Marx:

El rebelde que Nietzsche arrodilla ante el cosmos, será arrodillado ante la historia. ¿Qué hay de sorprendente? Nietzsche en su teoría del super hombre, Marx […] remplazando los dioses del más allá por el más tarde. En esto Nietzsche traiciona a los griegos y la enseñanza de Jesús que, según él, remplaza el más allá por el en seguida (H. R. 105.)

Estos profetas sordos y ciegos al presente del hombre han adoctrinado el siglo XX y enviado a Prometeo a los infiernos de la historia: “En verdad, si Prometeo vuelve, los hombres de hoy día harían lo mismo que los dioses de antes: lo condenarían a la piedra, en el nombre del mismo humanismo del cual él es el primer símbolo” (E. 120).
La negación de Dios y de toda trascendencia, en beneficio de la inmanencia, entraña entonces, en Camus, la inversión general de los signos propios a los conceptos románticos, de los cuales eran el fundamento, la garantía o el modelo. El hombre sustituye a Dios, la tierra al cielo, lo mortal a lo inmortal, etc. Así, privado de eternidad, el amor [amour] no rima más románticamente sino con “siempre” [toujours]. Camus exalta, en Bodas, “el amor verdaderamente viril de este mundo: perecedero y generoso”. Sin embargo, como se ha resaltado a propósito de Lautreamont, quien, primero, fustiga “Las Grandes Cabezas vacías del romanticismo” en Las Poesías, la negación de un concepto no engendra necesariamente su contrario, sino su “corrección” que la abre a “otras” acepciones, para definir, explotar, donde se sitúa precisamente el nuevo pensamiento. Camus crea su obra en el espacio de esta “desviación”. La romántica naturaleza bucólica se petrifica en desierto. La desacralización de los conceptos de historia, de humanidad, entraña su “revisión”. Aun la visión humana e histórica del Cristo “Revelado” romántica, aquella para que el escándalo llega, Meursault, “el único Cristo que merecemos”.
De la “filosofía” romántica, en la obra de Camus, no queda sino un poco, un estuche temático vacío que “vuelve al revés” en todos los sentidos y que recompondrá, a su manera, el esqueleto. Pero no es tan simple. Lo hemos visto, hecho el camino, permanecen los “lazos” y los jirones de carne, materia prima de la obra de Camus. Así, ciertamente, se pueden leer los trazos de una “seducción ejercida sobre él por la gran retórica romántica”. Y comparar la apertura de “Bodas en Tipasa” a la de “Rolla”: es o muy poco o demasiado.

UNA REESCRITURA SISTEMÁTICA DE LOS “TOPOIS” ROMÁNTICOS
Indudablemente, desde los primeros escritos, el romanticismo se inscribe en la obra de Camus, pero tomando su distancia, vuelta al revés, transformada o rechazada. El epígrafe de este estudio es típico de esta actitud. Resume “el drama intelectual” que constituye la tragedia de Calígula: la locura destructora del pensamiento tiene sus límites extremos. Pero, subraya Camus, “Calígula no pronuncia en la obra la sola frase razonable que haya podido pronunciar: ‘Un solo ser que piense y todo se vacía’”. Por una razón estética: aun “corregido”, este alejandrino se hace anacrónico, pues en tanto romántico, escrito por Camus, que parece disgustarle.
Pues, juzgando sobre el referente implícito, esta escritura de un lugar común de la poesía romántica explica el doble aspecto del drama, su causa y sus consecuencias. Ella re-anima, en su plenitud expresiva, el lirismo del verso fuente, “Un solo ser que falte y todo está vacío”: la muerte de Drusilla, provoca la locura “lógica” de Calígula, “vacía” efectivamente el corazón (C. 1, 3). Efecto de sobreimposición semántica.
Más en general, reescribir los “topoi” románticos representa el lado estilístico de la crítica radical, de tipo cartesiano o nietzscheano, ejercida por Camus en el encuentro de “ideas recibidas”, como de su herencia filosófica y literaria. Vista su forma gnómica, la máxima romántica, en prosa o verso, es el dato cultural inmediato de la consciencia, sobre la cual y contra de la cual se define, en un primer tiempo, el pensamiento como la escritura camusiana. Espontáneamente, la meditación se pone en su contrario.
Como la de “Viento en Djemila” (23) –“hay lugares donde muere el espíritu para que nazca…”- pone de golpe la reflexión dionisiaca, “corrigiendo” la metáfora romántica y teológica del viento, “aliento” de Dios. De otro modo, se trata de una variación sobre un tema dado, en la cual la simplicidad es engañosa: “Si es verdad que sólo los paraísos son los que se han perdido, sé cómo nombrar […]” (E. E. 55). Sigue una definición del todo humana de este lugar mítico, topos de la poesía romántica.
Se podrían multiplicar los ejemplos de esta “corrección” de los lugares comunes románticos. Gamas preliminares de un método que se extiende al conjunto de la herencia cultural, mítica (“Prometeo en los infiernos”) y bíblica (“Jonás”). Pero culmina en La caída, relectura/reescritura que intenta la refundación del mundo moderno sobre sus propios valores “corregidos”.

UN EXISTENCIALISMO ROMÁNTICO
Camus cultiva entonces una escritura de la presencia-ausencia de lo que rechaza. La reescritura permite hacer coincidir en una “inextricable textura” dos realidades contradictorias o sucesivas. Ella da cuenta de la unidad indisociable que forman “El Anverso y el Derecho” del Mundo. Verdad inaccesible al concepto, a la lógica, deshonrosa para Camus, pero revelada a la sensación. En un sentido, la reescritura es una respuesta estilística a la vocación filosófica “desviada” de Camus por la estética. Uno de sus condiscípulos, ¿no juzgaría “que se comprometía él sobre los vacíos estériles de un esteticismo que, momentáneamente, [lo alejaba] de su generación”?
En El anverso y el derecho, experimenta el sensualismo filosófico, no por el razonamiento sino a través de una anamnesis sensorial. Punto de partida experimental de su propia relación con el mundo y de su conocimiento, texto de estética en sentido pleno del término, “Entre Sí y No” libre del existencialismo fundador de la poética camusiana.
Búsqueda romántica del paraíso perdido de la infancia, esta narración reenvía a las experiencias románticas de la memoria sensual relatadas por Chateaubriand, Nerval, Baudelaire o Proust. Ejercicio espiritual para volver a llamar el “recuerdo intacto de una pura emoción…” (55). Sonido, olor, perfume, recrean un pan de vida en su exacta plenitud, aquí el coloquio silencioso entre la madre y el niño. A pesar del mutismo de la madre y el sufrimiento que genera –el “dolor”, diría un romántico- o más bien, a causa de “este silencio animal”, el niño entra a “otro mundo”, asustado, “con miedo”, mundo infraconsciente donde no existe comunicación con el lenguaje o corporal. “Ella no lo había acariciado porque no sabía.”
Silencio, noche, dolor, aislamiento, este espacio-tiempo estirado, “suspendido” donde el niño contempla a la madre, “bizarra deidad”, es el del éxtasis romántico. “Este silencio marca un tiempo de fijación, un instante desmesurado” (61). Es el tiempo de la “cámara doble” baudelairiana. Todo a su tiempo, el “Tiempo” golpeará a la puerta, “la anciana volverá a entrar, la vida renacerá” (61).
En este paréntesis de tiempo, el niño conoce la revelación sensible de un mundo inefable, no del “más allá” romántico, sino del “más acá” de la palabra y de la consciencia humanas. Un mundo “natural” al cual y con el cual hace falta “con-sentir” para acceder a él. Mundo de “la empatía” o de la “sim-patía” romántica en donde la madre, como una divinidad oriental, es la guardiana y la iniciadora. Ella abre al niño a la sensación -¿el paraíso?- perdida de lo “natural”, pues ella es “de una presencia muy natural para ser sentida” (59). Entre el hombre y el mundo, no hay frontera. La sensación del mundo, como su contemplación, es la vía de todo conocimiento: “¡La indiferencia de esta madre extraña! No hay sino esta inmensa soledad del mundo que me da la medida” (63).
Pero, inversa o complementariamente, la sensación de la presencia silenciosa de la madre es, para el niño, acceso a la consciencia de sí: “Para sentir confusamente, el niño cree sentir amor por su madre” (61). El niño accede a la consciencia por medio de la sensación: “Comienza a sentir muchas cosas”. Y más lejos: “Al sentirse extranjero, toma consciencia de su pena”. Experiencia conjunta de extranjeridad y de dolor, largamente explotada en la obra ulterior: “Lo creía en su dolor”(62), sentimiento en el cual los románticos no han dejado de exaltar las virtudes cognitivas. Experiencia de nostalgia, otra virtud cardinal, a la cual se junta la de la pobreza, de vida y de espíritu. Comunicarse con la madre supone amor y conversión a la humildad y a la “idiota”. “¿Cómo no acordar la lección de amor y de pobreza que jamás pude aprender?” (68). Aprendizaje sensible de la vida interior. Camino hacia el conocimiento de sí, pero también hacia una ética y una estética de la simplicidad (66).
Esta escena primordial de la revelación de otro mundo por la sensación del amor materno, constituye el fuego desde donde se alimenta la flama camusiana: “Cada gesto encontrado me revela a mí mismo”. Para existir, hace falta ser su recuerdo: “No he podido saber si vivo o recuerdo” (71).
Este sensualismo de la memoria, cultivada a través de su obra, hace de Camus un adepto del arte “mnemónico”, la forma más elevada de arte, según Baudelaire.
*
De manera directa o indirecta, la referencia al romanticismo en sus aspectos más auténticos, alemanes, se revela constante en Camus. Ella domina su interés, y sobre todo, su “manera de sentir”, idéntica. Contrariamente a las apariencias, pero como lo dejaba sentir el exceso de declaraciones, Camus, aun si oculta sus objetivos trascendentales, tiene con el romanticismo una relación más que pasional, carnal. De hecho, el romanticismo es una segunda piel que lo fija y regresa completamente. Camus reprende a los “sujetos” románticos, “corrigiéndolos” según su propia sensibilidad “moderna”. Hace falta “otra” obra.
Por esta reescritura crítica, la obra camusiana incluye su singularidad individual y contingente en la historia general del preguntar humano. Ella se funda como legítima. En cuanto a Camus, es uno de los Faros que la guían.

consideraciones héticas

nosotros, los criticadores, no debiéramos esperar del río que incendie, sin metáforas, el bosque: tampoco esperar que el cielo se desdibuje solamente con la esperanza (que es más espera, o desespero). En fin, que nuestro fino arte de la queja sea su alimento, no incomoda, pero tampoco salva, menos metafóricamente incluso. Ellos, los nosotros tan vivamente pintados y odiados en nuestras voces, pero a la vez tan pobres, los criticadores; dénse su buen descanso cada noche en cada noticia, en cada artículo que lo más incendie vuestro gastro; tenganmos nuestra cuota de indignación. amén.